Muy
mal debe estar un país cuando un policía, que apenas llega al noveno grado de
escolaridad, se arroga el derecho de ofender, humillar, maltratar, golpear y
amenazar de muerte a un escritor, un periodista, un abogado, sólo porque ya le
han puesto el monograma o el estigma de “contrarrevolucionario”, y su uniforme
le brinda impunidad total.
Muy
mal debe estar un país cuando la policía invoca la ley a capricho, sin ningún
tipo de compromiso con la verdad, y sin ética, la usa como una forma de presión
psicológica.
Muy mal debe estar un país cuando una reunión
pacífica de menos de treinta personas se considera un peligro para la seguridad
nacional, y tratan de abortarla movilizando a más de cien policías y
paramilitares.
Muy mal debe estar un país cuando la policía y
el ejército se comportan como una guardia pretoriana, y una milicia privada al
servicio de una camarilla de gobernantes.
Muy mal debe estar un país cuando una
camarilla de gobernantes, cuyo promedio de instrucción está lejos del grado
universitario, gobierna de forma vitalicia, y se rota por los cargos de
dirección, y por los ministerios, como si fueran los bancos de un parque, o las
sillas de una fiesta en cuyo centro hay una mesa de banquete.
Muy
mal debe estar un país donde la gente pasa hambre, calamidades y atrocidades a
diario, y nadie sale a la calle a protestar y a defender los derechos que les
han quitado.
Muy
mal debe estar un país donde la gente tiene miedo hasta para ir al baño, porque
todavía no han echado al váter toda la mierda que han comido durante más de
medio siglo.
Muy
mal debe estar un país, donde la juventud sigue comiendo mierda, denunciándose
entre si en los comités de barrio, y prostituyéndose cada día de su vida.
Muy
mal deber estar un país, donde no se puede comer langosta, donde no se puede
comer carne de vaca, y donde casi ningún cubano puede tomar un vaso de vino o
comer un trozo de turrón.
Muy
mal tiene que estar un país, donde todo trabajador o funcionario tiene que robar para comer, él y
su familia, donde hay que robar hasta la gasolina, y donde matar una vaca está
penalizado como cadena perpetua.
Quizás,
la historiografía del futuro llame a este período, irónicamente, como la época
del “despotismo bruto”.
Sin
embargo, hay esperanzas todavía.
Esos actores de la sociedad civil, que suelen
identificarse como disidencia, u oposición política –y que para mí son los
tesoreros de la consciencia nacional, y los cultivadores de las semillas de la
democracia en Cuba– están alentados por un espíritu de cooperación.
Cada ola represiva es una oportunidad para
acercarme más a mis colegas, y correligionarios, y ser testigo de su temple.
Cuando
el río del gobierno se desborda en represión, nuestros amigos se convierten en
nuestros hermanos, y los apenas conocidos se hacen nuestros amigos.
Entre
todos nos confortarnos, nos servimos, nos protegemos, y hasta nos reímos. Cada
detención es como si nos arrancaran un pedacito del alma, que quisiéramos
pronto recuperar.
Cada arresto es una invitación para admirar a
nuestros amigos, y es un abono amargo que hace crecer en nosotros la compasión,
la solidaridad, y que nos reta al ejercicio de la democracia –pues la
democracia, además de ser un sistema de leyes, basado en el principio de la
dignidad del individuo, y cuya finalidad es el equilibrio y la armonía social.
Es
también una cultura de la fluidez política, y de articulación dialógica de la
voluntad colectiva; es el arte de la asamblea y el ágora, de nivelar los
intereses y los destinos, sin apegos al poder, y sin vanidad; es el arte de
negociar, buscando el consenso, pero sin forzarlo.
La
democracia es el lazo de unión entre todos los cubanos, los buenos y los malos,
los buenos son la gran mayoría, los malos que lo han sido durante muchos años
tarde o temprano tendrán que respectar las reglas del juego democrática de la
sociedad moderna que pronto tiene que aparecer en nuestra querida y entrañable
tierra cubana.
Fran
País.
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